lunes, 22 de junio de 2009

Apuntes para ir pensando un modelo de Estado



Viviana Taylor






Cuando intentamos entender una comunidad, lo primero que salta a la vista es que se trata de una pluralidad.
La pluralidad es un hecho. Implica la existencia real de sujetos diferentes en las sociedades y en las instituciones que forman parte de ella. Pluralidad que está dada no sólo porque sea plural el número de individuos que las conforman, sino sobre todo porque son plurales sus identidades, intereses, las funciones que en ellas desempeñan, así como los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que reconocen como propio y con lo que se identifican. Y son justamente estos elementos los que determinan la existencia de grupos, que se caracterizan por una relativa homogeneidad interna con un mayor o menor sentido de pertenencia, a la vez que una diferenciación respecto de otros grupos. La resolución de la dinámica de estos dos polos, pertenencia-diferenciación, es lo que determina la posibilidad de convivencia, y debería ser lo primero a considerar al pensar en el papel del Estado. Esto es, pensar en el papel del Estado requiere hacer referencia a sus funciones reguladoras y legitimadoras.

Pensar en el Estado es pensar en una cierta idea de comunidad. Y lo cierto es que esta comunidad es más ideal que concreta. Como veíamos en los primeros párrafos, no existe una homogeneidad tal en la que todos los que pertenecemos a la misma comunidad nos encontremos totalmente identificados, al modo de clones culturales. Y en la medida en que las sociedades se complejizan se vuelve cada vez más difícil la existencia de un grupo homogéneo de individuos. La cohesión, entonces, pasa a ser una función del Estado, que es quien debe formular y ejercer las acciones de política pública que aseguren una integración mínima dentro de la heterogeneidad.
Así entendida, la comunidad se convierte, más que nada, en un proyecto. Y cuanto mayor es la complejidad de una sociedad, mayor es su necesidad de un Estado presente.

En Argentina, a pesar de las casi tres décadas transcurridas desde la vuelta a la democracia, el Estado democrático se halla aún en proceso de consolidación, y el tipo de diálogos en torno de estos intentos nos ayudan a analizar qué tipo de democracia se pretende construir. Durante el transcurso de esta construcción, los diálogos han girado en torno de ciertas obsesiones (como las ideas de racionalización y privatización, que se han repetido en los discursos y análisis políticos) que han llevado a una creciente reducción de la esfera de influencia del Estado, a diferencia de los estados económicamente desarrollados, que la han ido extendiendo, sobre todo en respuesta a la actual crisis económica globalizada. Es así que un Estado puede conocerse por cómo regula los distintos subsistemas de la sociedad para asegurar su integración. Y esta regulación debe estar legitimada, de modo que no dependa de un proceso de represión sino de la constitución de una común-unión. Los modos de legitimación pasan a ser, entonces, el concepto clave en este complejo proceso.

Llamo legitimación al proceso por el cual el Estado trata de consolidar estos procesos de identificación necesarios para la concreción de la comunidad. Se relaciona, por lo tanto, con la pretensión de que cada individuo se transforme en un ser idéntico al cuerpo social, normativamente determinado, y con el acuerdo acerca de cuál es el momento a partir del cual el Estado tiene derecho de intervenir en esta transformación. En nuestro país, el ejemplo más claro lo encontramos en la Escuela, que se ha convertido en el escenario privilegiado de esta realización.
Está claro que las personas no ingresan al sistema escolar vírgenes de cultura. Cada uno de nosotros -antes, durante y con posterioridad a nuestra escolarización- hemos recibido y estamos recibiendo el influjo de los valores y tradiciones de nuestra familia, de los grupos comunitarios y religiosos de los que formamos parte, de los medios de comunicación y la opinión pública… en fin, de nuestro contexto de referencia. Valores, tradiciones, costumbres y creencias que hemos disfrutado o padecido, con las que hemos acordado o a las que hemos cuestionado y hasta transgredido. Y es esta práctica primera de adhesión y diferenciación la que nos posiciona frente a las estrategias legitimadoras, según nos aproxime o no a su discurso.
Consecuentemente, en respuesta a esta función de reproducción ideológica, tanto la Escuela como las otras instituciones del Estado, están muy lejos de ser fieles a la diversidad cultural que surge de la natural heterogeneidad de la comunidad. En ellas los valores, los códigos de conducta y aún el habla se hallan sesgados, distorsionados, en favor del grupo dominante. Y los aspectos de la cultura, la práctica y la conciencia que no son coincidentes con aquellos, son presentados como de menor valor.
El choque entre la pedagogía local y el discurso legitimado es inevitable. En los casos en que se verifica la predominancia de esta cultura-local-devaluada, se pone a los sujetos en una situación de inferioridad. Y el Sistema, indolente en la consideración de la heterogeneidad, tiende a expulsarlos.
Si la Escuela, como dijimos antes, es el escenario privilegiado de este proceso de constitución de una comunidad, es también la administradora del privilegio de pertenecer a esta comunidad con derecho de admisión.

Si pretendemos consolidar un estado democrático, cuyos rasgos sean la libertad y la equidad, que considere la diversidad cultural y a partir de ella se busquen las coincidencias mínimas que nos permitan construir la comunidad, necesitamos repensar el lugar de la Escuela. Hacer extensivos sus beneficios a todos, asumiendo un compromiso de justicia y de solidaridad para con aquellos sectores hasta ahora silenciados, implica la necesidad de darles la palabra y escuchar lo que tienen que decir. Es necesario consolidar la Educación Pública, ya que –así entendida- la educación es un bien público y no privado porque, aún cuando privadamente gocemos de sus beneficios, los mismos son extensibles a la sociedad toda. Y es deber del Estado, por lo tanto, garantizarla para cada uno.
Y para ello, es necesario garantizar la gratuidad de la educación escolarizada. Garantía que no debería confundirse con soluciones falsas y simplistas, como los sistemas de becas. Es imprescindible que nos preguntemos seriamente qué significa realmente la noción de gratuidad, y cuáles son las condiciones que deben darse en el sistema social –y no sólo en el educativo- para que sea posible.

Pensar de esta manera al Estado, es optar por un Estado-Social-Regulador, a diferencia de las propuestas por un Estado-Ausente-Liberal.
Para comprender esta diferenciación debemos tener en cuenta dos principios, dos pactos entre Sociedad y Estado, que ya señalé antes como los rasgos de un estado democrático. El primero es la libertad, por la cual cada miembro goza de la máxima libertad compatible con la del resto. Y el segundo, la equidad -que expresa la diferencia entre los dos tipos de Estado- para permitir que el progreso de aquellos a quienes les va mejor posibilite el progreso del conjunto. En nuestro país los discursos democratizadores, pero sobre todo las acciones de gobierno, han optado casi exclusivamente por el primer pacto, realizando una desviación de sentido:
1. Se concibe a los pactos como a una disyunción exclusiva, “libertad o equidad”, con lo que se empobrecen ambos conceptos, que deben ser entendidos como complementarios, dos pactos de un mismo contrato social.
2. Producido este empobrecimiento de significado y entablada la falsa disyunción, se opta por la libertad, excluyendo la equidad.
3. La libertad sin equidad radicaliza su significado: es libertad para competir.
Así es como se termina creyendo que la equidad sobrevendrá por derrame. Pero la experiencia nos ha enseñado que, cuando el Estado se niega a arbitrar en la mesa de negociaciones, triunfa la posición del más fuerte. Y, mientras los fuertes se fortalecen, los débiles pueden debilitarse indefinidamente.