sábado, 15 de septiembre de 2012

Apuntes para ir pensando un modelo de Estado


 

Por Viviana Taylor

 
 
Tiempos interesantes, tiempos convulsionados. No es fácil vivir en estos tiempos, sobre todo si uno adhiere a la mirada chiquita de la información predigerida que nos llega desde los medios. Frente a la pantalla del televisor, frente al pliego del diario, frente al aire de radio, según sea quien esté contándonos este tiempo, lo que se ve, lee y escucha asusta.

Tiempos interesantes, tiempos convulsionados. “Tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores” es lo que yo pienso. Miro alrededor y aunque por momentos me asusto, es ese mismo tipo de susto que sentía al final de mis embarazos: sé que se viene algo bueno, pero que no es fácil atravesar el proceso. Y, como lo hice con mis partos, me preparo para una fiesta.

Tiempos interesantes, tiempos convulsionados, tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores. Lo que voy a intentar es armar unos apuntes que me ayuden a ir pensando qué es lo que está pasando.

 

Hace ya un tiempito que se viene hablando insistentemente de la idea de “pueblo”. Sobre todo, mucho más desde los cacerolazos del último jueves, que se multiplicaron en diferentes ciudades del país. Parecería que estamos tratando de definir quiénes son efectivamente parte del pueblo, y quiénes ni siquiera merecen arrogarse el derecho a pensarse parte.

Yo voy a centrarme en la acepción de pueblo como comunidad, simplemente porque es la que me resulta más abarcativa, más integradora. Y ahí empiezan mis problemas, porque cuando intento entender al pueblo como una comunidad, lo primero que me salta a la vista es que estoy ante una pluralidad.

 

La pluralidad es un hecho. Implica la existencia real de sujetos diferentes en las sociedades y en las instituciones que forman parte de ella. Pluralidad que está dada no sólo porque sea plural el número de individuos que las conforman, sino sobre todo porque son plurales sus identidades, intereses, las funciones que en ellas desempeñan, así como los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que reconocen como propio y con lo que se identifican.

Estos elementos son, justamente, los que determinan la existencia de grupos. Grupos que se caracterizan por una relativa homogeneidad interna, con un mayor o menor sentido de pertenencia, a la vez que por su diferenciación respecto de otros grupos.

Pienso, entonces, en nosotros –los argentinos- como “Pueblo”. Un Pueblo conformado por una pluralidad de grupos, relativamente homogéneos en su interior, que definen su pertenencia por diferenciación respecto de los otros grupos, que también conforman el Pueblo. Y pienso, entonces, que es la forma en que se resuelve la dinámica entre estos dos polos de pertenencia-diferenciación, lo que determina la posibilidad de convivencia. Pienso, sobre todo, que esto es lo primero que debería considerar para poder pensar en estos tiempos. Tiempos interesantes, tiempos convulsionados, tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores. ¿Tiempos violentos?

 

Mientras escribo estos apuntes, está encendida la radio. Siempre está encendida la radio. Repiten justo en este momento unas declaraciones del Senador radical Ernesto Sanz diciendo que “esto termina mal” en referencia a la posibilidad de que a nuevos cacerolazos se responda con contra-cacerolazos. Lo escucho y no me quedan dudas de que la comunidad es más ideal que concreta. Es evidente que no existe una homogeneidad tal en la que todos nos encontremos identificados, al modo de clones culturales. Tampoco tengo dudas de que, en la medida en que las sociedades se complejizan, se vuelve cada vez más difícil la existencia de  un grupo homogéneo de individuos. Por el contrario, estoy cada vez más convencida de que, justamente en la medida en que las sociedades se complejizan, los grupos tienden a centrarse más radicalmente en sus intereses particulares, con lo que las diferencias entre unos y otros se profundizan. Defensiva y reactivamente, el otro se convierte cada vez más en un absolutamente otro, en lo extraño. Y, en tanto extraño, algo de lo que se debe desconfiar. El otro pasa a ser lo temido. Tiempos interesantes, tiempos convulsionados, tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores. ¿Tiempos constructivos?

 

Si vuelvo a la idea de pueblo como comunidad, y a la de comunidad como algo más ideal que concreto dada la heterogeneidad que la conforma, entonces se me aparece como una exigencia considerar en estos apuntes la noción de cohesión.

Pienso en la cohesión como una función del Estado. Creo que es el Estado quien debe formular y ejercer las acciones de política pública que aseguren una integración mínima dentro de la heterogeneidad. La comunidad se convierte, entonces, en un proyecto. Claro que, cuanto mayor es la complejidad de una sociedad, y más se ha radicalizado la diferencia de intereses, pero sobre todo de interpretaciones, es proporcionalmente mayor la necesidad de un Estado presente con sus políticas de cohesión.

 

En Argentina, a pesar de las casi tres décadas transcurridas desde la vuelta a la democracia, es evidente que el Estado democrático se halla aún en proceso de consolidación. El tipo de diálogos en torno de este proceso nos ayuda a entender qué tipo de democracia pretende construir cada grupo. Es muy revelador analizar cómo, durante el transcurso de esta construcción, los diálogos han girado en torno de ciertas obsesiones. Por ejemplo, durante la década de los ’90, las ideas de racionalización y privatización eran las que se iban repitiendo en los discursos y análisis políticos. Hoy vemos cómo, mientras desde algunos grupos se siguen repitiendo estas ideas, desde otros la obsesión gira en torno de la seguridad, o de la extensión de derechos a los grupos minoritarios, o de la corrupción, o de la recuperación de lo popular, entre otras. Lo que me resulta particularmente interesante es la ampliación de las ideas en torno de las cuales gira la discusión, y el que la mayoría de ellas no sean excluyentes ni exclusivas. Es ahí donde se encuentran los intersticios a través de los que se puede filtrar la negociación. Tiempos interesantes, tiempos convulsionados, tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores. ¿Tiempos de aprendizaje?

 

Venimos de tiempos en los que habíamos sufrido una creciente reducción de la esfera de influencia del Estado. Tiempos en los que, a diferencia de lo que aquí hacíamos, los estados económicamente desarrollados la iban extendiendo. La actual crisis económica globalizada no sorprendió de igual manera a los que hicieron una y otra cosa. Si bien en muchas cuestiones logró revertirse el proceso a tiempo, y en otras todavía está haciéndose, estos esfuerzos no han sido ni son interpretados de igual manera por todos los grupos de la sociedad. Este es uno de los puntos de conflicto, a mi juicio, más fuerte en la situación de confrontación actual: no sólo el que cada grupo se sienta movido por intereses diferentes, sino el que sean diferentes sus matrices de interpretación respecto de lo que el Estado debe hacer, y cuáles son las intenciones que lo mueven.

Es así que un Estado también puede conocerse por cómo regula los distintos subsistemas de la sociedad  para asegurar su integración, a pesar de estas diferentes matrices de interpretación. Y esta regulación debe estar legitimada, de modo que no dependa de un proceso de represión sino de la construcción de una común-unión. Los modos de  legitimación pasan a ser, entonces, el concepto clave en este complejo proceso.

        

Cuando hablo de legitimación me refiero al proceso por el cual el Estado trata de consolidar estos procesos de identificación necesarios para la concreción de la comunidad. Se relaciona, por lo tanto, con la pretensión de que cada individuo se transforme en un ser idéntico al cuerpo social, que está normativamente determinado. E implica el acuerdo acerca de cuál es el momento a partir del cual aceptamos que el Estado tiene derecho de intervenir en esta transformación, y a través de qué mecanismos. Aunque suene demasiado teórico, el ejemplo más claro lo encontramos en la Escuela, que se ha convertido en el escenario privilegiado de esta realización. Por eso, una de las discusiones que vuelven cíclicamente a imponerse cada cierto tiempo se refiere a los años de escolarización que deberían considerarse obligatorios (recordemos que hoy son 13) y no es casualidad que en la actualidad ya haya un acuerdo casi general –que atraviesa a todos los grupos que conformamos la sociedad- respecto de las bondades de esta extensión. No hay acuerdo, en cambio, respecto de los contenidos de los que debería ocuparse la Escuela, al punto tal que muchos contenidos curricularmente prescriptos están ausentes de las prácticas escolares concretas. Pienso en los referidos a la educación sexual integral, pero también a muchos contenidos referidos a las ciencias, y al tratamiento de las efemérides. Pienso, también, en todos aquellos contenidos que la Escuela transmite a través de la cotidianeidad de las rutinas escolares y las prácticas de aula, aunque no los hayamos considerado como parte de la enseñanza: lo poco práctica que resulta la arquitectura escolar si sólo la pensamos como contenedora de la enseñanza, del mobiliario escolar y su disposición, de la organización del tiempo de trabajo en unidades prefijadas, de las relaciones de asimetría y poder entre maestros y alumnos, maestros y directores, directores y funcionarios…

 

Por otra parte, está claro que las personas no ingresamos al sistema escolar vírgenes de influencias y cultura. Cada uno de nosotros -antes, durante y con posterioridad a nuestra escolarización- hemos recibido y estamos recibiendo el influjo de los valores y tradiciones de nuestra familia, de los grupos comunitarios y religiosos de los que formamos parte, de los medios de comunicación y la opinión pública… en fin,  de nuestro grupo y contexto de referencia. Valores, tradiciones, costumbres y creencias que hemos disfrutado o padecido, con las que hemos acordado o a las que hemos cuestionado y hasta transgredido. Y es esta práctica primera de adhesión y diferenciación la que nos posiciona frente a las estrategias legitimadoras del Estado, según nos aproxime o no a su discurso.

Consecuentemente, en respuesta a esta función legitimadora -de reproducción ideológica- tanto la Escuela como las otras instituciones del Estado, están muy lejos de ser fieles a la diversidad que surge de la natural heterogeneidad de los grupos que conforman la comunidad. En las instituciones del Estado los valores, los códigos de conducta y aún el habla se hallan sesgados, distorsionados, en favor del grupo dominante. Y los aspectos de la cultura, la práctica y la conciencia que no son coincidentes con aquellos, son presentados como de menor valor. El choque entre estos discursos y los relatos que de ellos surgen es inevitable. Y no estoy ahora sólo pensando en la Escuela como escenario privilegiado de estas primeras formas de legitimación, sino en los medios masivos de comunicación como su continuación. Sigo con la radio encendida, y hace apenas un rato el periodista Pepe Eliaschev me regaló un maravilloso ejemplo: ofuscado, en su editorial del programa que conduce todos los sábados, se quejó de que si no fuese por Canal 13 y por TN jamás se habrían visto las imágenes del último cacerolazo. Pero me consta haberlas visto, ese mismo día y en directo, en otros canales… Es más, siguieron siendo repetidas para su análisis, incluso en los canales administrados por el Estado o afines a él. No deberíamos asombrarnos de que los relatos se naturalicen al punto de que cada grupo se crea defensor de la verdad y no se vea a sí mismo como portador de un relato, y acusen a los demás de sí sostener un relato al que ya no sólo descalifican, sino que niegan. Interesante territorio el de la Escuela y otras instituciones del Estado, donde el cruce de relatos está a la orden del día. Territorios donde no siempre lo dominante y hegemónico es coincidente con el Estado, ni el Estado con el gobierno, y ni qué hablar cuando los gobiernos locales, provinciales y el nacional sostienen diferentes relatos… Tiempos interesantes, tiempos convulsionados, tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores. ¿Tiempos de definiciones?

 

 

Si pretendemos consolidar un estado democrático, cuyos rasgos sean la libertad y la equidad, que considere la diversidad en todas sus formas, y a partir de ella se busquen las coincidencias mínimas que nos permitan construir la comunidad, necesitamos repensar de qué estamos hablando. Repensarlo primero desde el interior de cada grupo, a fin de entender cómo estamos significando lo que afirmamos. Y luego repensarlo juntos, para construir algunos significados compartidos que creen la condición de posibilidad para un proyecto común.

Dado que creo que necesitamos repensar de qué estamos hablando, voy a comenzar por dejar sentado de qué estoy hablando yo. Para mí, pensar en un Estado democrático, respetuoso de la libertad con equidad, y de la diversidad, es necesariamente pensar en un Estado-Social-Regulador, en contraposición a las propuestas de un Estado-Ausente-Liberal.

En estos apuntes que estoy escribiendo, creo necesario considerar dos principios, dos pactos entre la Sociedad y el Estado, que sostengo como los rasgos definitorios de un estado democrático. El primero es la libertad, por la cual cada miembro goce de la máxima  libertad compatible con la del resto. Y el segundo, la  equidad para permitir que el progreso de aquellos a quienes les va mejor posibilite el progreso del conjunto. Y creo que este concepto de equidad es el que expresa la diferencia sustancial entre los dos tipos de Estado que opuse en el párrafo anterior.

Para mí esta consideración es insoslayable, ya que quizás la más fuerte de las obsesiones en torno de la que giran en la actualidad los discursos democratizadores, es la tensión entre libertad y equidad. Y lo que a mí me asusta de estos tiempos interesantes, convulsionados y estimulantes, es que desde algunos grupos, especialmente aquellos con mayor acceso a los medios hegemónicos de comunicación, se ha optado casi exclusivamente por el primer pacto, realizando una desviación de sentido:

1.     Se concibe a los pactos como una disyunción exclusiva, “libertad o equidad”, con lo que se empobrecen ambos conceptos, que deben ser entendidos como complementarios, dos pactos de un mismo contrato social.

2.     Producido este empobrecimiento de significado y entablada la falsa disyunción, se opta por la libertad, excluyendo la equidad.

3.     La libertad sin equidad radicaliza su significado: es libertad para competir. Y en tanto libertad para competir, no se asumen las consecuencias sociales del ejercicio de las libertades individuales.

Lo que subyace a este planteo es que la equidad sobrevendrá por derrame. Claro que la única equidad que podría derramarse es la que deviene de la equidad económica, con lo que el propio concepto de equidad se empobrece aún más en su sentido. Pero, por otra parte, la experiencia nos ha enseñado que ni siquiera esta forma empobrecida de equidad sobreviene por derrame: cuando el Estado se niega a arbitrar, triunfa la posición del más fuerte. Y, mientras los fuertes se fortalecen, los débiles pueden debilitarse indefinidamente.

 

Tiempos interesantes, tiempos convulsionados, tiempos estimulantes, tiempos esperanzadores. Tiempos en los que es necesario sentarnos a pensar qué es lo que está pasando. Y comprometernos en la construcción de lo que anhelamos.

  

Por Viviana Taylor