lunes, 10 de diciembre de 2012

En micro, por el chori y por la coca


 


 
 
Viviana Taylor

 
 
Mucho se va a hablar en estos días de la fiesta del 10 de diciembre, que tuvo su epicentro en Plaza de Mayo pero se extendió a muchas plazas de todo el país.
Mucho. Como mucho se habló y se continúa hablando de la protesta del 8N.
Mucho. Como mucho se oirán comparaciones entre una y otra.
No es ahí donde quiero poner la mirada. No voy a sobreabundar sobre lo que resultará superabundante, sin la necesidad de que sume mi relato a los que seguramente se construirán con los más diversos sentidos.
Sí voy a detenerme en algo tangencial. En un comentario. Un simple, llano y repetido comentario que no calificaría para ser tenido en cuenta si no fuese porque suele repetirse como un mantra cada vez que se produce un acontecimiento popular de este tipo.
Un comentario que atravesó las redes sociales y se fue enriqueciendo: “están ahí porque los llevan en micro”. “En micro y por el choripán”. “En micro, y por el choripán y la coca”. “En micro, por el choripán y la coca, y les pagaron $100 por cabeza”. Me sorprende que en la bola de nieve no hayan aparecido entre las dádivas la marihuana y algo de cocaína… lo que demuestra no sólo que el rumor era infundado, sino que fue generado por quienes poco y nada saben –realmente, en concreto- de lo que son las relaciones clientelares.
 
Vamos por partes. Limpiemos un poco el campo para quedarnos sólo con lo que valga la pena analizar.
 
Si se hace un cálculo rápido a partir de los micros que -es cierto- estaban estacionados en las cercanías del festejo y en los que llegaron grupos desde el conurbano y el interior del país, de ninguna manera se explica semejante afluencia de gente.
Claro que muchos llegaron en micro. ¿Cómo se supone que podrían llegar, si no, las agrupaciones militantes y de cualquier otro tipo que quisieron congregarse para estar juntas? Algunas convocaron en sus sedes y llegaron caminando. Otros lo hicieron en micros. Algunos cuántos más viajaron en tren, imprimiéndole festejo a los vagones. Y no habrán faltado los que llegaron a pie desde sus casas, porque las distancias lo permitieron.
La observación a la presencia de los micros no requiere mayores análisis. Es la expresión más superficial del prejuicio acerca de que si alguien va a un acto político en adhesión, apoyo o festejo, y no para la queja, la resistencia o la protesta, es porque se lo ha llevado. Contra su voluntad, engañado, o comprado.
El agregado de los choripanes, la coca, y los pesos son la simple apelación a un refuerzo falaz del argumento. La apelación a una matriz de interpretación sobre las relaciones en la política que ya no son las que definen el vínculo entre los representados y sus representantes. Ya no, al menos, para la mayoría de los casos. Porque si algo ha cambiado en estos últimos años son los vínculos entre los líderes políticos y quienes se sienten por ellos liderados. Un cambio que, quienes los ven desde fuera y no se acercan lo suficiente como para poder comprenderlos, persisten en explicar con matrices interpretativas que ya no son efectivas.
 
Antes de continuar quiero hacer una acotación. Cuando hablo de matrices interpretativas estoy haciendo referencia a esos modos de interpretación de la realidad que hemos construido a través de la experiencia: con lo que hemos vivido, lo que hemos visto, lo que nos han inculcado, los valores en los que hemos sido formados y encarnamos, los principios y creencias que nos definen… En fin, modelos que portamos, casi siempre inconscientemente, y que condicionan nuestra manera de pararnos frente a la realidad, cómo la interpretamos, las decisiones que tomamos, cómo actuamos.
El problema de las matrices es que se vuelven cómodas. Una vez construidas están ahí, disponibles para ser usadas. Y las usamos… aun cuando se revelan como insuficientes o inadecuadas.
Esto es lo que está sucediendo al exagerar la importancia de la presencia de los micros, y reforzar mentirosa pero efectivamente el argumento con chorizos, coca cola y $100. Es el forzamiento de la matriz de interpretación para que cierre. Porque si no cierra, habrá que construir otra… y el proceso de romper con lo que uno cree sobre la realidad y construir formas nuevas no es sencillo. Y, a veces, hasta duele.
 
Apelar a una matriz, por inadecuada que sea, no es  (necesariamente) un acto de inmoralidad, de falta de inteligencia o de criterio de realidad. No estoy hablando de quienes manipulan los prejuicios de otros para reforzarlos, sino de quienes apelan a ellas honestamente.
La matriz está porque nos ha pasado lo que nos pasó. Nuestra historia podría ser relatada como una larga lucha entre fuerzas de exclusión y de integración.
Una larga lucha en la que la historia reciente nos ha mostrado como sí es posible padecer la marginalidad extrema, el aislamiento social, la pobreza absoluta. Una larga lucha en la que, si estuvimos atentos, hemos advertido que la exclusión es el resultado de un proceso que -cuando se manifiesta- ya estaba operando desde mucho antes. Y, si además de atentos ejercitamos cierto criterio, hemos aprendido a reconocer los mecanismos que lo ponen en juego.
La exclusión es una zona de gran marginalidad, de desafiliación, en la que se mueven los más desfavorecidos. Es la zona de quienes padecen la falta de recursos económicos, pero sobre todo la falta de posibilidades: carecen de soportes relacionales, de protección social, de acceso a los recursos porque todo les queda lejos y no tienen forma de llegar… La posibilidad de salir de esa zona no es una mera cuestión de ingresos: es necesario operar sobre el lugar que se les procura en la estructura social a estos sectores de la población .
 
Claro que no todos hemos transitado por esta zona de exclusión. Pero la mayoría de nosotros sí ha padecido mayor o menor vulnerabilidad. Una zona donde si bien nuestro vínculo social no llegó a romperse, sí experimentó alguna forma de enfriamiento: precariedad del empleo, alternancia entre empleo y desempleo, insuficiencia de la protección social, limitación en el acceso a los recursos, y -sobre todo- la amenaza del peligro permanente de caída en la exclusión. Un miedo que no es tonto, dado que en nuestras vidas hemos experimentado una fuerte correlación entre la inscripción sólida en un orden estable de trabajo (al que van anexas garantías y derechos) y la estructuración de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la solidez y la importancia de las protecciones familiares, la inscripción en redes concretas de solidaridad. Es mucho lo que está en peligro cuando peligra el trabajo…
Esta zona, la que sí hemos transitado muchos de nosotros, es estratégica: es en esta zona de vulnerabilidad que tan bien conocemos donde se producen las fronteras hacia el ascenso o la caída. Cuanto más se agranda la zona de vulnerabilidad, mayor es el riesgo de ruptura que lleva a la exclusión. Un aspecto clave que explica esta relación es que la protección social ha estado –en nuestra historia- fuertemente ligada al trabajo protegido: la desestabilización de la organización del trabajo implicó socavar las raíces de las políticas sociales.
 
En los últimos años las políticas sociales se han concentrado sobre estas zonas. A pesar de seguir siendo pronunciadas, ha habido un retroceso en las desigualdades, movilizado por un marco general orientado hacia la integración: todos los miembros de la sociedad pertenecemos al mismo conjunto.
Y, en tanto todos los miembros de la sociedad pertenecemos al mismo conjunto, tenemos acceso a los mismos dispositivos sociales: democratización del acceso a la enseñanza, a la propiedad de la vivienda, a la cultura, al consumo… Es cierto que aún hay sectores que no tienen garantizados el goce de estas protecciones, pero estamos más cerca de pensar a la pobreza y la marginalidad como situaciones residuales sobre las que todavía se puede operar, que como situaciones estructurales y naturalizadas.
 
Esto es lo que mueve a la esperanza: la posibilidad de mirar de frente, pero con optimismo, lo que todavía falta por hacer. Porque se lo interpreta como “lo todavía por lograr”.
Y la esperanza es lo que nos mueve a nosotros. La esperanza en un mundo estable, en la certeza de estar siendo protegidos. La esperanza en que es posible que todos accedamos a un trabajo legalmente regulado, y a una remuneración acorde. La esperanza en la escuela pública como lugar de realización de la igualdad de oportunidades. La esperanza en el acceso a bienes que algunos tienen tan naturalizados que sólo los ven como facturas e impuestos a pagar, y para otros son la expresión concreta de haber sido incluidos: el acceso a los servicios públicos, la vivienda, el ocio y la salud.
 
No se trata de una esperanza boba. Hemos asistido –y estamos asistiendo- a políticas que han entendido que no se trata de una cuestión de inyectar recursos ni de compensar desigualdades, sino de trabajar sobre la calidad del vínculo social.
Es una esperanza sostenida en un largo proceso de reafiliación social.
Y eso es lo que se vio ayer: la expresión de la reafiliación social, no del clientelismo político.
El clientelismo político nada tiene que ver con esto. El clientelismo entendido como una forma de satisfacer necesidades básicas en los pobres (vivan en el campo o las ciudades) es una idea reduccionista, anclada en las prácticas iniciales de nuestra democracia. Las relaciones clientelares así entendidas consisten en un intercambio personalizado entre masas y elites, en el cual a cambio de favores, bienes y servicios, las masas aseguran apoyo político y votos.
Si bien esta forma de clientelismo puede perdurar como institución informal –y probablemente no desaparezca mientras haya bolsones de máxima vulnerabilidad que resistan de esta manera la caída en la exclusión- ya no reviste la influencia que se le pretende conferir.
 
Llamativamente, sí es dominante como matriz de interpretación para explicar la adhesión de vastos sectores de la población a las políticas populares. Matriz a la que unos recurren porque es la disponible, y que otros se encargan meticulosamente de realimentar como estrategia de resistencia a esas políticas que, por populares, afectan sus posiciones de privilegio.
Así, se insiste en que es por el clientelismo que los pobres siguen a líderes autoritarios. Y, de paso, se refuerza la percepción de que la Presidenta y sus funcionarios lo son.
Así, se insiste en que es por el clientelismo que se opta por medidas populistas. Y, de paso, se refuerza la percepción de que estas políticas lo son.
No hay especialista en política latinoamericana en general, ni estudioso de los procesos políticos en Argentina en particular, que no esté familiarizado con estas imágenes estereotipadas del electorado clientelar cautivo producidas por los medios de comunicación. Un estereotipo que, por un lado, reduce todo vínculo entre representados y representantes a esta práctica; y que, por otro lado, oculta el funcionamiento del verdadero clientelismo en su dinámica más elemental, haciéndolo permanecer desconocido. Esta imagen de una relación basada en la subordinación política a cambio de recompensas materiales se deriva más de la imaginación y el sentido común, alimentados ambos por las descripciones simplificadoras del periodismo, antes que de la investigación social.
 
Si tratamos de entender los modos en que se expresaba el clientelismo en épocas más recientes –por ejemplo, entre los ’80 y los ’90- vamos a ver que ya se había transformado en una institución mucho más compleja. Quienes obtenían un trabajo o un favor a través de la intervención de algún puntero, no expresaban que se les hubiese requerido algo a cambio. Sin embargo, sí se sentían en obligación -por ejemplo, de asistir a actos-. Una obligación que debe ser entendida en el marco de una relación de reciprocidad: el puntero necesita apoyo para seguir siéndolo, y el cliente se lo da porque le conviene tener un puntero al que recurrir por ayuda. Era la forma naturalizada de relación entre quienes padecían los problemas y quienes los resolvían.
Pero esta asistencia a actos vinculados a la militancia puede ser entendida más profundamente si consideramos que los actos partidarios pueden ser analizados como un ritual en el que se manifiestan y evalúan las intenciones de los seguidores y los mediadores/punteros. En este sentido, la asistencia a los actos es una buena fuente de información sobre las responsabilidades que se tienen hacia un puntero. Conviene ir para estar informado.
En este contexto, es un error pensar al acto como algo diferente, disruptivo de la relación cotidiana, algo que viene a agregarse. El acto, en cambio, pasa a ser una parte del proceso de resolución rutinaria de problemas. Un elemento dentro de una red de relaciones cotidianas que se entramaban y permitían obtener un plan social, una medicina, un paquete de comida, o un puesto público.
 
Algo más: en este tipo de relación clientelar que predominó durante esos años, había un fuerte rechazo a la idea de intercambio. Tanto  clientes como punteros hablaban de confianza mutua, de solidaridad, de trabajo conjunto. Los patrones y sus punteros presentan su práctica política como una relación especial con los pobres en términos de cuidado y de servicio.  Esta negación –consciente o incosciente- de los mecanismos que sostenían la relación terminaban generando una percepción sobre la política que era excluyente de toda posibilidad de obrar y pensar de otro modo. Una percepción que sostenía la exclusión al ignorar el carácter inherentemente manipulador y coercitivo de esas prácticas; y al legitimar en el acto de dar un estado desigual en el que se interpretaba como normal que unos pudieran dar y otros tuvieran que recibir.
 
Aquí está el germen de esa percepción que tenemos tan arraigada la mayoría de los argentinos respecto de que hay un tiempo de política, un tiempo de elecciones, en el que las demandas pueden ser rápidamente satisfechas porque los políticos quieren conseguir votos. Y a su vez realimenta la creencia de que la política partidaria es una actividad alejada de las preocupaciones cotidianas de la gente, una actividad sucia, que aparece cuando se acercan los tiempos electorales y desaparece con las promesas incumplidas.
 
Sin embargo, en los últimos años estas percepciones han sido sistemáticamente confrontadas.
De la percepción de la política como una actividad discontinua, hemos pasado a una vivir una realidad social progresivamente politizada.
De la percepción de que a través de la política se puede acceder a mejorar la propia posición, hemos pasado a una conciencia creciente de que la política debe estar al servicio del bien común. 
Pero la percepción que más se ha transformado hay que ir a buscarla a los barrios más humildes, donde gran parte de la gente ya no cree que haya que esperar la ayuda que viene de los punteros y los políticos en períodos de elecciones, sino que la mejora de su calidad de vida pasó a ser un asunto cotidiano, una política de Estado.
 
Para finalizar, quiero volver al tema del acto, que es lo que motivó estos pensamientos.
Cuando en los ’90 se extendieron las zonas de exclusión, y cada vez más personas tuvieron menos acceso a los bienes materiales y simbólicos, los actos políticos eran una gran oportunidad para evadir por un rato la opresión cotidiana de la vida en la villa y el barrio.
Sólo la consideración de la privación extrema a la que las personas estaban sometidas puede volver comprensible el sentido altamente simbólico que se le daba a un viaje gratis al centro de la ciudad. El carácter del acto como espectáculo no puede ser obviado cuando nos preguntamos por qué tanta gente asistía a actos que poco tenían que ver con ellos. El choripán, la cerveza, la coca, el porro o la dosis de cocaína eran parte de su carácter distractivo. El acto político como salida. En el más brutal sentido del término: como salida –por un ratito- de la propia vida.
Lo que vimos ayer fue otra cosa. Y aunque se insista en poner el acento en que hubo micros, y aunque se sugiera metirosamente que se pagó o que la gente fue por un choripán y una coca, ahí estuvo la Plaza llena.
Esta vez la gente no fue a romper con su cotidiano. Fue a celebrar.
 

Tenemos esperanza

 

 

Viviana Taylor