Viviana
Taylor
El viceministro
de Economía Axel Kicillof volvía de sus vacaciones en Colonia (Uruguay) junto
con su esposa y sus dos hijos (de 4 y 2 años) cuando sufrió un “escrache” en el
barco de Buquebús.
El video
habla por sí, de modo que no voy a sobreabundar sobre lo que sucedió: pueden verlo aquí. Sí quiero, en cambio, aludir brevemente a los comentarios de dos
medios.
La Nación, por
su lado, parecería contar el incidente de modo aséptico, totalmente desapegado
de interpretaciones, y lo hace de esta manera. Sin embargo, tal asepsia no logra
ocultar el hecho de que la violencia no encontró un límite en el llanto de dos
niños ni en el pedido de su madre por ellos (ay, la verdad que siempre se
cuela). En este momento, por esas cosas de las asociaciones –debería charlarlo
en terapia- se me cruza la imagen de Rocío Marengo diciendo “si no los matás de chiquitos, no te queda
otra que discriminarlos de grande”. Voy a tener que corregir lo que escribí
unas líneas más arriba: la violencia sí tuvo su límite; a estos niños sólo se los hizo llorar.
Clarín, por el suyo, hace
genealogía: todo empezó con uno. Ya lo dice la canción: “un hombre solo es sólo el comienzo…” Y el fenómeno de contagio
sucedió. Es interesante que use –justa y exactamente- esta expresión. Porque de
eso se trató, de un contagio: la violencia es contagiosa, es emocional, es irracional. Si así no fuese, estas
personas habrían advertido lo extraño de que el presunto chorro viajase en clase turista, que la pregunta vociferada acerca
de cómo había obtenido las divisas para viajar volvía sobre ellos mismos como
gritadas frente a un espejo y -sobre todo- se hubiesen detenido ante el llanto
de una mujer y sus hijos. Por suerte la irracionalidad no fue tanta como para
continuar esperándolos a la salida de la terminal de Buquebús, después de
esperarlos un rato, cuando su partida se demoraba.
Y nada voy a agregar sobre la alusión a la presencia
de “una periodista que algunos
identificaron como parte del elenco del programa 6,7,8” sin aclarar ni de
quién se trataba, ni en razón de qué la señalaban, ni qué estaba haciendo. Nada,
excepto que Clarín sabe cómo promover las asociaciones en sus propios lectores,
y no precisamente para que sean trabajadas en terapia.
Quise
detenerme en estos comentarios porque volví a la desagradable sensación que
tuve durante la marcha autodenominada 8N, nombre con el que terminó identificándose un
grupo. En aquella ocasión, me preguntaba qué nos estaba pasando –como sociedad-
para que personas mayoritariamente no violentas terminaran provocando tantos
incidentes violentos. No tengo dudas de que este es uno más, extendido en el
tiempo, de aquellos.
Estoy
convencida de que todo se resume al hecho de que estamos violentos porque
estamos angustiados. Y las personas tendemos a angustiarnos cuando nos sentimos
solas: abandonadas por quienes deberían cuidarnos.
Y con este
sentido de orfandad, medios como Clarín y La Nación tienen mucho que ver:
insisten en crear un clima de zozobra tal, que todos nos sentimos
desguarnecidos. Con sus mensajes replicando en pantalla propias y afines a lo
largo de todo el día –en programas políticos, que pretendiendo ser de análisis
no son otra cosa que burdos operadores, pero ahora también mal disimulados en
ficciones propagandísticas como la nueva novela de Suar- insisten en una
supuesta indefensión, sin terminar de explicar nunca con precisión a qué se
refieren. Porque si lo hiciesen, perderían de inmediato la
adhesión de gran parte de quienes aún confían en la honestidad y legitimidad de sus
argumentos.
Pero también
estamos los que sentimos que hemos sido abandonados por esos medios, que han prescindido
de la función de mediar entre nosotros y la información, para que nos llegue a
todos. Porque han decidido –en cambio- asumirse como parte de grandes
corporaciones económicas, en las que su tarea en particular es la construcción
de relatos sobre la realidad que favorezcan esos intereses corporativos.
Relatos que no se constituyen en interpretaciones honestas, sino en simples y
llanas mentiras. Interpretaciones mentirosas que promueven, generan y alimentan
el enojo de quienes se sienten abandonados por el Gobierno. Son el amante
manipulador que te convence de que nadie te cuida y quiere tu bien como él,
para –una vez rotos todos los vínculos con quienes sí te quieren y cuidan-
abusarse sin miramientos. Son la expresión más pura del maltrato.
En este contexto, es probable que temamos de modo
diferente. Pero todos tememos lo mismo: quedarnos sin proyectos y sin futuro. Y
cuando nos quedamos sin proyectos y sin futuro, nos volvemos primitivos.
Entonces el lenguaje se reduce al insulto. Y con él
se pierden la capacidad de razonamiento y la de entendimiento. No se puede
pensar con insultos: necesitamos pensar a partir de principios, de conceptos,
de teorías, de ideas. No podemos pensar si somos pura emocionalidad.
Emocionalidad indignada. Emocionalidad irritada. Emocionalidad violenta.
El lenguaje
es expresión de nuestro pensamiento: hablamos
según como pensamos. Y terminamos
pensando como hablamos.
Claro que
estos medios y sus empleados suelen tener una mayor sofisticación de la
expresión, acostumbrados al autocontrol sobre lo que expresan. Entonces, una
vez que nos convencieron de la legitimidad de su palabra, tienen el camino
allanado para manipularnos. No importa que no entendamos del todo lo que dicen,
ni por qué lo dicen, ni para qué lo dicen: por el contrario, este no
entendimiento es facilitador del proceso manipulador. Repetimos sus palabras y
argumentos, sin la mediación de nuestra comprensión que nos permita advertir
hasta qué punto los compartimos, los creemos o nos convienen. Y así es como
terminamos defendiendo posturas que no son nuestras, y nos perjudican. Es la
más pura manipulación mediática: terminamos creyendo lo que nos enseñan que hay
que creer, defendiendo lo que nos enseñan que hay que defender, atacando a
quienes nos enseñan que hay que atacar. Mordiendo la mano que nos acaricia, y
bajando la cabeza ante quien nos apalea.
Así es como desde
estos medios –de conformación ideológica de
grandes corporaciones empresariales- se va configurando una forma de
entender el mundo. Un mundo dividido en amigos y enemigos, según qué tan afines
sean a sus intereses particulares. Y un mundo de amigos y enemigos no puede ser
otra cosa que un mundo en el que las diferencias se saldan violentamente.
Y, si es
necesario, se llega a la muerte.
Material o
simbólica: lo que ocurra primero.
Es una forma
de entender el mundo, la realidad, en el que la violencia no está penada: la
violencia es una estrategia, es la forma de acción sobre los otros. La única. La
deseable. La recomendada.
Podemos
pensar que estas cuestiones nos son totalmente ajenas, pero nos afectan más de
lo que quizás estemos dispuestos a admitir. Estas formas de pensamiento y de
acción se van convirtiendo en un código de honor que organiza el colectivo. Y
sólo desde esta consideración es que puede entenderse que se reconozcan como iguales quienes se perciben tan
diferentes: no aspiran a lo mismo, no necesitan lo mismo, no reclaman lo mismo,
no los enojan las mismas cosas ni de la misma manera, sus intereses pueden
llegar –incluso- a ser contradictorios; pero comparten un código común que los
identifica. Y, del modo más primitivo, entienden la defensa de su código a
través del combate, del duelo y la venganza. Una forma de defensa que requiere
orientarse hacia un otro: un otro contra el que se combata, contra el que se
corporice la venganza…
Y esta vez
le tocó a Kicillof. Sin importar que estuviese con su esposa. Sin importar que
llevara en brazos a un niño. Sin importar el llanto asustado de sus hijos.
Sin ninguno
de los mecanismos de freno de la ética y la racionalidad. Pura emocionalidad
desatada: nada más lejos de la tolerancia que exige la convivencia en una
sociedad democrática. Pero tan, tan cerca de la aceptación de que el otro puede
desaparecer, ser suprimido. Más aún: nada tan cerca del deseo de que lo sea.
En noviembre me preguntaba qué nos estaba pasando –como sociedad- para haber entrado en esta
escalada de violencia y que –lejos de hacer esfuerzos por detenerla antes de
tener que lamentar hechos irreparables- algunos grupos siguieran fogoneando los
ánimos, ya demasiado caldeados.
Si el honor
obligase, La Nación debería haber obviado el tono aparentemente aséptico, que
en realidad fue su estrategia para silenciar lo que sus propias páginas –el sábado 28 de julio de 2012- habían publicado:
“Al presentar su declaración jurada, Kicillof
se notificó de las incompatibilidades que tiene su cargo con otras actividades
y los conflictos de intereses. Los
bienes que declaró apenas superan el medio millón de pesos, lo que lo convierte
en uno de los más pobres del Gabinete.”
Casa de Uruguay incluida.
Viviana Taylor