viernes, 2 de agosto de 2013

PASO 2013. La racionalidad tras las supuestas irracionalidades



Viviana Taylor


Falta apenas poquísimo más de una semana para que las urnas vuelvan a convocarnos. Y si bien los ánimos caldeados de los spots proselitistas parecerían indicarnos que todo está muy bien definido y suficientemente planteado, no es tan así. De hecho, si las posturas estuviesen tan bien definidas y hubiesen sido suficientemente planteadas, esos spots sobrarían. Bastaría apenas un espacio para que los indecisos terminaran de decidirse, y seguramente lo harían sobre el universo acotado de las sutiles diferencias entre aquellos con los que acuerdan.

Pero no. No es así. Si tratáramos de imaginarnos como un turista totalmente ajeno a la realidad argentina, que llegara en estos momentos y se sentara a escuchar a unos y otros, seguramente pensaríamos en su inmediata confusión. La misma confusión –no tan inmediata, demasiado persistente- que nos envuelve a muchos de nosotros como un manto de niebla del que no logramos salir. Somos, en nuestro propio territorio, turcos en la neblina.

¿Tan así?

Voy a tratar de abstraerme de los aspectos más concretos de esta campaña –que se extenderá y profundizará hasta octubre- para tratar de asomarme a las profundidades borrascosas de algunos supuestos ideológicos de base. ¿Cómo se piensa la política? ¿Qué podemos esperar y qué no, a partir de cómo se la piensa, interpreta, explica, y actúa?


Una de las primeras cuestiones que salta a la vista es el acuerdo en la expresión unívoca, exclusiva y excluyente de un deseo: que se vayan los que están. Si bien con el acaloramiento propio de la campaña ya algunos candidatos dejaron de expresar el “no importa quiénes vengan” que antes acompañaba la consigna, la idea sigue flotando en el aire. De hecho, el “no importa quiénes vengan” parece haberse radicalizado en la conformación de las alianzas con la consigna no dicha “no importa quiénes vayamos juntos”. Pero esta idea de que  juntos se hace más fuerza parecería en realidad encubrir lo que los menos entrenados en las sutilezas del lenguaje confesaron: “no estoy con quienes querría, sino con quienes me aceptaron”, lo que abre la posibilidad no sólo a no estar con quienes se querría, sino incluso a estar con quienes no se quiere. Este parecería ser el caso de un conocido político que, después de criticar ácidamente a otro que está liderando una nueva fuerza pretendida renovadora, menos de dos semanas después de sus descalificaciones decide sumarse a su lista como una forma de aumentar sus probabilidades de acceder a una banca. Los nombres sobran, aunque son fácilmente identificables: lo que importa aquí es ver qué hay detrás de estas conductas, aparentemente irracionales.

Vamos a aclarar que en estas cuestiones –como en la mayoría de las cuestiones humanas- “irracionalidad” es el nombre que le damos a la categoría de todas las acciones que se separan de aquellas que, según nuestra propia racionalidad, consideramos debidamente justificadas. Pero lo que está en juego no es determinar cuál es la racionalidad frente a las supuestas irracionalidades, sino comprender que hay diferentes racionalidades en juego, y cada una de ellas nos llevará por caminos diferentes.

Vamos a recurrir a un sencillo ejercicio: hagamos un poco de genealogía de las alianzas que se han conformado. Y ahí nos vamos a encontrar con una primera gran dificultad: es difícil hacer una historia de ellas, a fin de identificar una cierta continuidad en lo que creen y proponen. Los que hoy estaban juntos antes iban separados; los que hoy están separados hasta hace poco iban juntos; quienes llegarán juntos al Congreso han votado de modo diferente –y contradictorio- en cuestiones sensibles que hacen a las políticas de Estado; quienes votaron en consonancia no están necesariamente en la misma lista. La aparente falta de propuestas en la campaña no es tal: no revela carencia sino exceso y contradictoriedad. No van con un programa común, sino con la finalidad común de ayudarse a llegar. Y después se verá… y lo que seguramente se verá, visto lo que ahora se ve, es que luego cada uno llevará a su banca su propio progama. La imagen que irrumpe en mi mente es la de un colectivo-transporte de pasajeros: todos van arriba, con el fin de llegar a un mismo lugar. Unos se subieron después, otros se bajaron antes para cambiar de colectivo porque intuyeron un atajo o mayor velocidad en el recorrido, un recorrido que no todos completarán. Pero, en cuanto lleguen a destino, los pasajeros se bajarán y cumplirán cada uno con lo que fue a hacer. No importa qué hagan los otros.

La aparente irracionalidad de muchos políticos –con una larga historia en estas lides la mayoría de ellos- es sólo una forma de racionalidad que me parece bastante clara: no importa el colectivo, sino llegar. Lo que revela una concepción personalista de la política: es totalmente vano esperar la construcción colectiva de proyectos de quienes la conciben de este modo. Se podrá negociar, pero nunca estará en el foco de atención el bien común, porque no es en lo que se está pensando. El bien común no se entiende de otro modo que el lugar donde se intersectan, superponen, cruzan, los intereses particulares. El bien común se confunde con el transporte colectivo: nos permite llegar para defender nuestros intereses particulares. Y ahí está el otro problema…

Cuando se entiende al bien común como la intersección de los bienes/intereses particulares, se está dejando de lado el hecho de que los intereses particulares suelen ser contradictorios entre sí. Un ejemplo: la educación pública es un bien común, en tanto no sólo beneficia al alumno que la recibe, sino que beneficia a la sociedad toda  ya que al elevar su mínimo educativo le permite gestionar más efectivamente la mejora de muchas otras variables. Una sociedad más educada responde mejor a  las políticas en materia de salud, productividad, etc. etc. etc. Hasta ahí, seguramente todos de acuerdo. Pero resulta que la educación pública debe ser financiada, y para que el Estado pueda financiarla debe contar con impuestos. Impuestos que no preguntan si tenemos hijos en la escuela, o si nosotros mismos nos beneficiamos directamente de ella. ¿Por qué, entonces, todos deberíamos sostenerla? ¿Por qué debo costear la educación pública, que no uso, o la salud pública si pago la privada? ¿Por qué dilapidar mi dinero en alumnos que quizás ni siquiera la aprovechen y no quieran estudiar? ¿Y si mejor hacemos más eficiente el gasto destinándolo sólo a los que lo necesitan y se lo merecen, por ejemplo a los alumnos pobres que hayan obtenido un cierto resultado en un test determinado; y para los demás mantenemos una escolaridad paga de calidad y otra gratuita con beneficios más acotados?

Considerar al bien común como la suma de los intereses particulares es parte de una racionalidad absolutamente diferente a la que considera que el bien común los trasciende, y que es un bien de orden superior. De racionalidades tan diferentes no pueden surgir propuestas comunes. De confrontarse ambas racionalidades en el seno del Congreso, obviamente se alzarán acaloradamente los ánimos, y habrá conflictos entre uno y otro lado. Lo que nos lleva a otra consideración…


Otra de las ideas sobre las que se estuvo sosteniendo la campaña es la necesidad de acabar con la confrontación. Si la idea es más que un slogan aséptico, meramente electoralista, y expresa una convicción profunda, es preocupante. Es preocupante porque ya no sólo no considera las contradicciones esenciales entre el bien común y los intereses particulares, sino que va más allá, al negar que los intereses particulares deban –necesariamente- confrontar. No sólo niegan la existencia de un bien común por encima de los particulares, sino que creen que los intereses particulares lo son de la misma manera: todos quieren los mismo. Es tan ingenuo, tan infantil el planteo de pensar que a todos los mueven los mismos intereses… que me inclino a sospechar que, en realidad, el planteo es que la desaparición de la confrontación se logrará anulándola. Y la confrontación sólo es anulable cuando uno de los intereses se impone –por la fuerza de la legitimación o de la represión- por sobre todos los otros intereses.

¿Qué sería imponer un interés por la fuerza de la legitimación? Convencernos a todos de que eso que quieren algunos, es lo que nos beneficia a todos. Es desear no lo que para nosotros es bueno, sino lo que nos enseñaron a desear. En el contexto de la realidad actual, esa fuerza de legitimación sólo la pueden tener los medios masivos de comunicación: aquellos con fuerza de impregnación no sólo por llegar a todos, sino por hacerlo de modo permanente, constante y repetitivo. Es la pedagogía de la gota que horada la piedra. No casualmente los candidatos de la no confrontación se han convertido en los niños mimados de los medios, que –incluso- han llegado a colocar personas de su propio riñón en sus listas: candidatos de los medios que nos sorprenden por su falta de conocimiento político, su desconocimiento absoluto sobre propuestas y la incapacidad de expresar alguna definición ideológica, mientras intentan seducir con una fingida candidez. Es que no están para conocer, proponer ni definirse: se les aplica la teoría del caño. Su función es que a través de ellos pasen –de forma rápida e inalterable- las propuestas y definiciones de quienes sí conocen, proponen y definen. Por eso es bueno que no nos engañemos: los medios de comunicación –el diario, la radio, la televisión…- no son más que el producto de difusión de las corporaciones empresariales que los producen. Así como producen candidatos, que están testeando en estas elecciones de cara a las próximas. Medios y candidatos son engranajes de su maquinaria para la defensa de sus intereses de parte: los intereses del grupo empresarial que representan.

Cuando estos mecanismos de legitimación fallan, se los sostiene mediante mecanismos de represión. Esta es la razón por la cual este sector siempre está asociado a otros que ejecutan los mecanismos de represión. Aquí sí es sencillo hacer genealogía, ya que –a diferencia de las alianzas políticas actuales, que en sus rostros parecerían menos permanentes- estos sectores asociados se han mantenido aliados a lo largo del tiempo. Las corporaciones empresariales –algunas de ellas mediáticas- han co-operado desde siempre con los sectores de la Iglesia más reactivos y conservadores, y lo han hecho con las fuerzas armadas y de seguridad durante un largo período de nuestra más negra historia. Los servicios residuales de lo peor de esa época siguen operando desde las sombras para estas corporaciones, promoviendo falsas denuncias que terminan desembocando en su mayoría en ningún lugar, pero que impregnan el humor social promoviendo la convicción respecto de quiénes son los buenos y quiénes los corruptos, siempre en relación con la defensa de sus propios intereses. El mecanismo es tan básico y repetido que no deja de sorprenderme que siga siendo efectivo: desde estos supuestos servicios se gesta una denuncia, que se replica en los medios, y algún que otro político con banca en el Congreso toma y presenta como investigación propia. Así, mientras se ocultan actos ilegítimos e ilegales de todo orden realizados por propios, se inventan y difunden los supuestamente cometidos por ajenos.


A otros políticos también es difícil seguirles la continuidad en su genealogía, pero por muy diferentes razones. Si bien la crisis del 2001 no derivó propiamente en una instancia fundacional de nuestra política, sí podríamos considerarla refundacional en varios aspectos.

Todavía me resuena el convencimiento de muchos politólogos y sociólogos que teorizaban por entonces acerca de la crisis –e incluso vaticinaban la muerte- del sistema de representación política. Aunque algunas de esas voces todavía se sostienen, creo que hoy es posible asomarse a esas posturas como quien se asoma a las ideas sobre el  fin de las ideologías de Bell y Fukuyama: interesantes, promotoras del pensamiento y la reflexión… pero fallidas y obsoletas.

Era bastante lógico que, al momento de rearmarse los partidos políticos, la emergencia de nuevas figuras en la política y el emponderamiento de otras no tan nuevas, pero que habían permanecido en los márgenes o incluso silenciadas, instituyeran nuevas reglas de juego. Aparecieron nuevas caras, políticos jóvenes comenzaron a tomar protagonismo, surgieron nuevos movimientos políticos. Esos espacios emergentes desde hace poco más de 10 años fueron particularmente vitales; y –consecuentemente- el tránsito de personas fue de la mano con la definición de posicionamiento ideológico y de praxis política. Ninguno de los protagonistas emergentes durante estos años puede ser –con justa razón- cuestionado por no estar donde estuvo, o estar donde no había estado. El tránsito es parte del proceso de construcción de nuevos espacios políticos: quienes se sintieron convocados y participaron activamente en las etapas de definición, pueden no haberse sentido identificados con los resultados colectivamente construidos. Y quienes no se sintieron interpelados durante la emergencia de los conflictos y confrontaciones propios de la construcción de consensos, bien pueden haberse sentido convocados a partir de su definición. Incluso, los mecanismos de confrontación y construcción colectiva, en su capacidad de interpelación a propios y ajenos, pueden haber incidido fuertemente (en eso consiste, justamente, el sentirse interpelado) en la revisión de las propias convicciones y su transformación.

No es lo mismo el cambio de lugar en razón de la profundización –o incluso el cambio honesto- de las propias convicciones, que el cambio de lugar como garantía de mayor protagonismo, o el cambio de lugar para acceder a un sitio con quienes no se comparte otra aspiración que ese acceso.

Mi convicción es que este proceso refundacional aún no ha terminado. La emergencia de un nuevo espacio político con proyección nacional como el Kirchnerismo (en el que han confluido actores provenientes de diferentes vertientes comunitarias y políticas y otros que se han iniciado en la militancia y la participación activa a partir de su constitución) con su dinámica de construcción tan activa en nuevas adhesiones y deyecciones hasta llegar a la definición de la identidad que hoy le es propia, ha impactado fuertemente sobre los otros espacios políticos, en dos sentidos: en el pasaje de muchos de sus adherentes, militantes e incluso cuadros políticos; y en la redefinición de su identidad partidaria.

 Así fue como algunos, con lo que se compartían las mismas reivindicaciones, reactivamente las han abandonado como un modo de diferenciarse. Algo muy parecido a la entrega de la propia identidad como una manera de no disolverse en lo que se prefiere seguir pensando como lo otro, pero que tampoco se quiere asumir como contrario. Incluso, algunos de esos espacios parecerían no poder salir de esa sensación de haber quedado desubicados: no quieren enarbolar las mismas banderas, pero se resisten a arriarlas. Y van así, con banderas a media asta. Unos y otros dejaron de enamorar a quienes enamoraban porque ya no portan las banderas que portaban, o porque no las llevan con la pasión activa de las convicciones que encarnaban.

En sus intentos por desmarcarse sin resignar todas sus convicciones, tienden a caer en un discurso de ruptura de la racionalidad orgánica de gestión política. Así, cuando apoya algunas medidas (como la AUH) pero se critican otras (como la estatización de las AFJP o el impuesto a los ingresos para la 4ª categoría) soslayan que la instrumentación de unas depende de las otras. Esto es, en la negación de la necesaria organicidad de los proyectos y programas, sostienen que es posible realizar unos sin otros. Así, la desconsideración de su organicidad vuelve inviables las propuestas de campaña de sostener algunos logros derogando otros. Una inviabilidad que se denuncia a sí misma en la falta de explicitación de los “cómo”.

Para otros, en cambio, las definiciones claras del Kirchnerismo han facilitado la diferenciación, a la que han instrumentado a través de mecanismos de confrontación. No faltan en estos días quienes llegan a hacer de esto la expresión única de su campaña: son varios los spots en que los candidatos se limitan a expresar qué leyes no votaron; y no faltó quien apareció jactándose de no haber acompañado una sola de las iniciativas del gobierno nacional. Sin embargo, el mero oposicionismo no parece ser tan convocante como presumían: este último precandidato es quien –justamente- acaba de pasarse a la lista de aquel otro que –por el contrario- inició la campaña sosteniendo que no iba a confrontar, aunque ahora se arremangue un poco amenazadoramente (quizás porque leyó en la regresividad en las encuestas que la ausencia absoluta de confrontación proyectaba una deslucida imagen con sabor a nada).

Por último, otra forma de racionalidad parece ser la que cierta forma de alternancia, concebida como una sucesión de turnos. Sí, de turnos: como cuando estamos jugando, y primero le toca a uno y después al otro. Algo de esto ya estaba implícito en la expresión de que no importa quienes vengan, sino quiénes se van. Y está explicitado en las expresiones “ahora es nuestro turno”, “ahora nos toca a nosotros”. Esta racionalidad, que considera a la alternancia como buena y deseable en sí misma, parecería entender el juego democrático como una cuestión de equilibrio pendular, en el que hay un justo punto medio al que se llega pasando de un extremo a otro. Quizás en el movimiento del péndulo se pueda verificar que en un punto del trayecto en cada sentido se alcanza –por un instante- ese justo y deseable punto medio… Pero la realidad social no se rige por las leyes de la Física. Y, por otra parte, ¿cuál sería ese punto justo medio, en caso de existir tal cosa? ¿El punto de confluencia de los intereses de todos, o de la equidistancia de los intereses de todos? Es difícil de conceptualizar, simplemente porque es un argumento que no se sostiene: la alternancia de los turnos es buena cuando nos estamos tirando por el tobogán, para que podamos hacerlo una vez cada uno. Pero esto es otra cosa… Quizás por eso quienes conciben la realidad política desde esta racionalidad hayan llegado al punto del hartazgo: hartos de esperar su turno.

Y la razón por la que esto es otra cosa es porque los turnos parten de la idea de la existencia de personas –o sectores- que ambicionan el mismo bien escaso (tirarse por el tobogán, la atención del vendedor o del médico, el acceso al probador…), y el turno vendría a colaborar al establecer un orden que garantice que todos puedan acceder a él. La alternancia como un bien en sí misma nos hace pensar en que un período de gobierno está pensado como un bien escaso, al que se desea acceder para poder usarlo como se considere más conveniente… y después que pase el que sigue, hasta que vuelva el turno. Nada más alejado de la consideración de la continuidad de las políticas de Estado, o incluso de que el acceso al poder ejecutivo no es un bien en sí mismo sino uno de los medios posibles para llevar adelante un programa de gobierno centrado en la búsqueda del bien común. Es entendible que, quienes asuman esta forma de racionalidad, sean los mismos que hacen campaña diciendo lo que van a proponer, siendo que ya estuvieron durante al menos un período en el espacio para el que se vuelven a postular, y no fueron capaces –o no pudieron, o no quisieron, o no se les ocurrió- hacer nada de lo que ahora dicen que harán. Simplemente, porque no era su turno. Ellos tampoco son jugadores de equipo: juegan para sí, cuando les toca hacerlo. Mientras tanto, esperan que les toque. Si es que les toca: porque, como también explicitan, los que están podrían quedarse una década más. Lo que no dicen es que, se queden o se vayan, quienes se quedan y se van lo hacen por voluntad del voto popular. Algo que para la regla de los turnos no tiene importancia alguna.


Una creencia muy común a estas diferentes formas de racionalidad es la concepción de que el gobierno es el espacio político del signo de quien ejerce el Poder Ejecutivo. Así, el gobierno son la Presidenta, su Vice y sus Ministros, con sus Diputados y Senadores, todos los funcionarios que de ellos dependen y que a ellos responden, y se extiende, incluso, hasta los militantes, los afiliados, los simpatizantes y aún los ocasionales votantes. Si no se es de su signo político, aunque se esté presidiendo un bloque legislativo no se es gobierno.  Quizás haya que buscar en esta creencia la razón por la que algunos no aportan desde sus bancas al proyecto de país en marcha; por la que otros juzgan como una actuación deseable el haber votado en contra de todas las iniciativas del partido mayoritario; por la que la mayoría vuelve a proponer los mismos slogans de campaña que vienen enunciando desde otras campañas, sin haber trabajado desde las bancas para transformar slogans en proyectos y proyectos en realidades. Quizás por eso, alguno que otro, ni siquiera recuerdan muy  bien qué votaron, y afirmen haber festejado la aprobación de la ley que en su momento reprobaron, criticaron por todos los medios que les prestaron sus pantallas y micrófonos, y votaron en contra. Y quizás por eso unos y otros no sientan ninguna contradicción en hacer las cosas del modo en que lo hicieron, y se propongan para un nuevo período legislativo para seguir haciéndolo. Están a la espera de su turno. Hartos de esperar, sin hacer nada.

Por supuesto que estas formas de racionalidad no agotan el repertorio de las posibles. Veo a otros precandidatos (desde los mismos espacios políticos –peleándoles la interna-) con mucha más disponibilidad colaborativa, proponiendo aportar al proyecto colectivo desde la diversidad y lo divergente, colaborando en la profundización de aquello con lo que acuerdan y en la corrección de aquello que critican del actual proyecto político. Y a otros desde una postura plena de identidad histórica –en algunos casos hasta fundamentalista- claramente expuesta, con la que rápidamente es posible identificarse o disentir: son lo que son y así se presentan. Pero, por alguna razón hace unos párrafos ya fundamentada, no tienen el mismo acceso a los medios de difusión: deben contentarse con los magros minutos que les garantiza la Dirección Nacional Electoral, y competir en desventaja con la promoción que otros consiguen disfrazada de debates (a los que no sólo jamás son invitados, sino que son ocultados por sus contendientes en la interna), paneles de opinión y entrevistas. Pero por hoy es suficiente: sobre estas formas de racionalidad hablaremos otro día.

Lo que me parece importante es que hoy nos quedemos con la idea de que no es cuestión de oficialismo y oposición. Es cuestión de racionalidades. Eso es lo que elegimos cuando votamos. Porque ellas son la razón detrás de actos.

 

Viviana Taylor

Para leer la Segunda Parte: Identidad, autoridad y relato