sábado, 4 de junio de 2016

Ni Una Menos 2016 - San Miguel


Ni Una Menos
3 de junio de 2016
Plaza de San Miguel – Buenos Aires
 


Por Viviana Taylor
Cuando hablamos de violencia contra las mujeres, los números abruman. Pero no por abrumantes vamos a dejarlos de lado: es necesario que tomemos conciencia –todos y todas, de una vez- de lo que estamos hablando. O no vamos a poder enfrentarla.
Tenemos registros sistemáticos sobre femicidios recién desde 2008, cuando finalmente les pusimos nombre. Desde entonces, y hasta el 3 de junio de 2015 –cuando se hizo la primera marcha “Ni Una Menos”- se registraron 1808 femicidios y femicidios vinculados, que son los asesinatos de niñas y mujeres en venganza hacia otra, que es la destinataria principal de la agresión, y a quien se le quiere infringir un daño permanente. Estas niñas y mujeres, asesinadas para dañar a otra, tenían entre meses hasta 98 años. Y entre las víctimas de femicidio, el 63% de tenían entre 19 y 50 años, y el 15% de ellas ya había denunciado al agresor. No sólo ese 15% no pudo defenderse con su denuncia, sino que hubo un 85% de mujeres que no se animaron a denunciar lo que les sucedía: nadie supo lo que les estaba pasando. Y si alguien supo, tampoco pudo – supo – o quiso hacer nada.
Además,  el femicidio tiene víctimas invisibles: los 138 niños y varones que entre 2008 y 2015 fueron asesinados en venganza contra mujeres, o cuando se interpusieron entre ellas y sus agresores para defenderlas. Hijos, hermanos, parejas, padres, vecinos que ya no están.
También son víctimas invisibles los 2518 niños y niñas que se quedaron sin madre.

Entre 2008 y la marcha Ni Una Menos del 2015, moría una mujer cada 42 horas. Podríamos sospechar que desde entonces los casos deberían haberse espaciado, o al menos el lapso entre uno y otro debería haberse mantenido. Pero no fue así. Paradójicamente, entre aquella marcha del año pasado y esta, los femicidios se han acelerado: muere una mujer cada 31 horas. El castigo por boconas, por desobedientes, por rebeldes, por contestatarias, por desafiantes, redujo el plazo en 11 horas entre una marcha y otra, entre una víctima y otra. Estamos siendo asesinadas más mujeres, más rápidamente.
Entre el Ni Una Menos del año pasado y este Ni Una Menos, se registraron 286 nuevos femicidios.  69 de ellos fueron vinculados: hijas, madres, hermanas, abuelas asesinadas para castigarnos. Y los niños y hombres víctimas de femicidio vinculado llegaron a 24. Quedaron sin madre 317 niñas y niños.
Y sólo estamos hablando de los casos registrados. La mayoría de las mujeres que murieron días después de la agresión, por las lesiones provocadas, no figuran en ellos: en muchos certificados de defunción la “muerte por paro cardiorrespiratorio” sigue ocultando las verdaderas causas. Algunos más se confundieron –u ocultaron- como accidentes. Y otros tantos desembocaron en suicidio. Todas ellas fueron víctimas de femicidios que nadie considera como tales.
En este mismo año que separa una marcha de otra, también se cometieron 8 travesticidios registrados. Un registro en el que no se cuentan todas las otras causas que provocan que las travestis padezcan una expectativa de vida inaceptable y significativamente más baja que el resto de la población: apenas 35 años.
Tampoco figuran en los registros todas las mujeres, los niños y niñas, los hombres atacados al defenderlas, y las travestis que –no habiendo muerto- deben cargar con lesiones físicas y psíquicas que los han marcado de por vida.
Ni están las Romina Tejerina. Todas esas chicas que, como Romina, no fueron ni son escuchadas, no fueron ni son cuidadas de quien las acosa. Si Romina hubiese sido escuchada, probablemente no habría sido violada. Si no hubiese sido violada, no habría quedado embarazada de su violador. Si al menos en ese momento hubiese sido escuchada o cuidada, si alguien hubiese acompañado su embarazo o si hubiese tenido la posibilidad de interrumpirlo, no habría parido sola en el piso del baño de su casa. Si no hubiese parido sola, aterrorizada, en el piso del baño, no habría matado a su hija para ocultar el embarazo de su violador. Si no hubiese matado a su hija, no habría sido sentenciada en un juicio en el que tampoco se la escuchó ni se la cuidó. Y cuando fue liberada después de 9 años de estar presa, no habría tenido una crisis pidiendo a los gritos, desesperada, que volvieran a encerrarla. En ningún registro están todas las Rominas que cargan en su conciencia con la culpa que no les corresponde por del delito del que han sido víctimas. Mientras los victimarios gozan de una libertad que no merecen, y de la que se valen para seguir dañando.
Tampoco están en el registro todas las mujeres que han muerto por un aborto inseguro, porque todavía no tenemos una ley de aborto libre, seguro y gratuito que nos ampare. Una falta que castiga a las mujeres pobres. Porque la clandestinidad con que se realizan los abortos a la que nos condena una ley injusta y de espaldas a la realidad que los prohíbe, es sólo una parte del problema: las mujeres que podemos pagar, somos atendidas en las condiciones que el procedimiento requiere, con total seguridad, para interrumpir nuestros embarazos con un médico, en una clínica privada. El aborto mata por clandestino, pero más mata por inseguro: a todas esas mujeres que lo resuelven como pueden, en las condiciones que pueden, con quien puede ayudarlas o solas. Mujeres que muchas veces terminan en la guardia de un hospital público, donde intentan salvarles la vida por las consecuencias de los malos procedimientos y las infecciones por haberlos realizado sin condiciones de asepsia. Víctimas de la ausencia de una ley, que tampoco figura como verdadera causa de muerte en los registros.
Los abortos inseguros son un inmenso, terrible problema de salud pública: son la primera causa de muerte materna. La primera: mueren 55 mujeres cada 100.000 nacimientos. Y se los cuenta por nacimientos porque no sabemos cuántas mujeres mueren por cada aborto: lo que es clandestino no se cuenta, no se registra, no existe. Como tampoco contamos ni registramos a quienes sobreviven con secuelas irreversibles. Ni llevamos estadísticas sobre las consecuencias  de cargar con el peso de sentir que han cometiendo un delito que soportan muchas mujeres, hayan interrumpido su embarazo de un modo seguro o inseguro, con cuidados médicos o sin ellos. Necesitamos YA una ley de aborto libre, seguro, gratuito, para enfrentar este tremendo problema de salud pública que está siendo desatendido.
Por eso también necesitamos, y reclamamos, el cumplimiento efectivo de la Ley 26.150, que creó el Programa Nacional de Educación Sexual Integral. Su aplicación no puede ser prerrogativa de los funcionarios, ni atribución de los inspectores, ni decisión de los directores en cada escuela, o del maestro o profesor en cada aula. La educación y la información son derechos humanos irrenunciables. La Educación Sexual Integral es mucho –mucho- más que anticonceptivos para no abortar y aborto legal, seguro y gratuito para no morir. Tiene que ver con nuestra formación integral como personas. Y a la luz de lo que hoy nos reúne, sería un lujo discutir si la estamos necesitando. Un lujo que no podemos darnos.
Tampoco están en los registros todas las Laura Iglesias. Laura era una trabajadora del Patronato de Liberados Bonaerense, que fue asesinada para callar lo que estaba investigando y sabía, por los policías que debieron cuidarla. Hoy hay un condenado por su violación y asesinato, pero no es el único culpable: fue la mano ejecutora de sus asesinos. No habrá Justicia para Laura mientras todos los culpables no estén todos condenados, ni habrá Justicia para todas las mujeres víctimas de la violencia institucional mientras no se condene a todos los victimarios y ni se erradiquen las causas que la posibilitan.
Por esto pedimos –exigimos- el efectivo cumplimiento de la Ley 24.485 de Protección Integral a las Mujeres, contra todas las formas de violencia. Y así como denunciamos en su momento el cierre de la Oficina contra la Trata de Personas en Ciudad de Buenos Aires cuando Mauricio Macri era su Jefe de Gobierno, hoy denunciamos la continuidad de este proceso de desprotección de las mujeres siendo presidente. Proceso que se verifica en el desmantelamiento de la Dirección de Asistencia a las Víctimas de Abuso y de la Secretaría de Salud Reproductiva, en el despido de trabajadores que atendían estas tareas específicas, y en el desfinanciamiento de los programas de atención a las víctimas que, entre otras cosas, ha dejado sin hogares a las víctimas de la violencia familiar y de la trata que no pueden volver a sus casas. Las Marita Verón tampoco forman parte de este registro. Pero allí están: no las vemos, pero nos pesan y las contamos en la repetición de sus ausencias.
De la misma manera exigimos a los gobiernos municipales que se comprometan y responsabilicen en garantizar estos derechos. Intendente Joaquín De la Torre, San Miguel necesita una urgente respuesta a estos problemas. Las víctimas no pueden esperar: les cuesta la vida. A 318 ya les ha costado en un año. Y este es el apenas el número de las que hemos registrado.
Registros en el que son demasiadas las que no están. Como tampoco está Milagro Sala, una líder comunitaria india, pobre, rebelde, malhablada, prepotente, indómita, que no se ha sometido al poder patriarcal, conservador, de una provincia con resabios feudales, como gran parte de nuestro norte argentino. Milagro Sala, detenida sin causa, sin proceso, sin condena, por orden y a disposición del gobernador de Jujuy Gerardo Morales, un delincuente y secuestrador, a través de una práctica habitual durante la dictadura cívico-militar, más propia de ella que de estos tiempos democráticos. Milagro es una presa política. Y la violencia política es una forma de violencia. Y todas las formas de violencia contra las mujeres –lo sabemos porque la experiencia nos lo ha enseñado- si no es detenida avanza en escalada, y termina en femicidio.
Por eso exigimos, gritamos, basta de violencia.
Basta de todas las formas de violencia contra todas las mujeres.
Ni una menos
Vivas nos queremos

Por Viviana Taylor
Educación y Territorio en San Miguel
(Agrupación Política)