Hace unos días, en PASO 2013: La racionalidad tras las supuestas irracionalidades, trataba de
desentrañar algunas de las ideas subyacentes en las propuestas de campaña.
Hoy, motivada por los intercambios de ideas de los que
participé en las redes sociales a partir de su lectura, me pregunto acerca de
las formas de autoridad que parecerían encarnar los diferentes candidatos.
Comencemos
por el principio:
¿De qué
hablamos cuando hablamos de autoridad?
Autoridad es una
palabra cuya etimología siempre me cautivó. Se refiere a una cualidad creadora
propia del ser, y está emparentada con otra interesante palabra: autoría. Tengo que reconocer que este
vínculo entre autoridad y autoría me resulta particularmente revelador:
quien tiene autoridad es quien ejerce la
autoría de lo que dice y hace. Y como un autor no es un intérprete, sino el
que habla por sí mismo, por su propia voz, quien
tiene autoridad fundada en su autoría, posee una capacidad o superioridad en
función de una determinada actividad o saber. Por eso mismo, quien tiene autoridad goza de la fuerza de
la convicción y del poder demostrativo sobre aquello que dice, hace o sabe.
La autoridad es parte del modo de ser de una persona, y
es ese modo el que despierta en los otros su natural reconocimiento.
Por eso quien tiene autoridad no necesita imponerse: aún
quienes se rebelan contra ella, en el propio acto de rebeldía están
manifestando su reconocimiento.
¿Cómo surge
la autoridad personal?
¿Cómo se la
construye?
La autoridad está relacionada con el proceso
de construcción de la personalidad, que procede por una doble
estructuración. La primera
estructuración se produce durante la infancia, a partir de las identificaciones
con nuestros padres (y luego con otros adultos). Y la segunda, se desarrolla en
un grupo de pares, a partir del ejercicio de la apropiación de nuestros actos.
Este ejercicio de apropiación requiere de un
marco social en el que los niños y los adolescentes se relacionen con la
realidad sin la intermediación de adultos. Se da generalmente en pequeños
grupos (como la barrita del barrio) ya que este tipo de agrupamientos crea las
condiciones para que se sientan protagonistas de sus propias acciones y
decisiones, así como para experimentar sus consecuencias. Este protagonismo es
el que les permite inaugurar el sentimiento
de autoría: ser dueños de sus elecciones y responsables de los actos que
conllevan. En esto consiste el proceso de apropiación del acto que,
por darse en un contexto de pares, es un
proceso de apropiación colectiva.
Como se trata de un proceso de
emponderamiento, es opuesto a la fuerza tradicional de la autoridad. Por eso,
cuanto más disminuye la fuerza tradicional de la autoridad, más aumenta la
motivación para actuar.
En síntesis,
podríamos decir que tenemos dos formas de participar en los grupos sociales:
por un lado, a través de las relaciones interpersonales con quienes asumen la
autoridad y a quienes se la reconocemos; y por otro, a través de la apropiación
colectiva de nuestros actos.
El grupo y su
relato
Todo grupo se reconoce en una
narrativa: una forma de contar su historia por la cual le da un significado a
su propia experiencia. Esa narrativa, que asume la forma de relato, no sólo provee el marco de
interpretación de los hechos pasados, sino que a partir de un proceso de
apropiación colectiva, le da unidad y coherencia a la proyección de las
acciones futuras.
A pesar de que en los últimos
tiempos se lo ha degradado (se ha usado el concepto como sinónimo de “versión mentirosa de la realidad” para
oponerlo a una supuesta “versión
verdadera”), el relato es el esquema
primario por medio del cual la experiencia colectiva adquiere significado,
ya que implica el reconocimiento de la autoría de las elecciones y las
acciones, y el de los sentimientos morales.
De esta manera, la construcción
del relato se va realizando a la par de la construcción de la identidad
colectiva, en un proceso por el cual los individuos se van apropiando de la
autoría de sus propias acciones entramadas en la historia colectiva.
Durante este proceso, la
influencia que ejerce el grupo sobre sus integrantes suele manifestarse en
procesos de imitación que permiten una homogeneización interna a la vez que una
diferenciación externa: lo que los hace sentirse iguales entre sí y diferentes
de los demás. Estos procesos colaboran en la profundización del sentimiento de
pertenencia al grupo, a la vez que promueven la exclusión de quienes no lo
logran. Así es como los procesos de imitación facilitan el control (y el grupo
se convierte en el marco de referencia valorativo) a la vez que son la causa de los fenómenos de contagio
emocional.
De esta manera, todo grupo termina por convertirse en una
comunidad moral en la que se desarrollan sentimientos de pertenencia y
responsabilidad grupal, cuya identidad expresa a través de un relato.
Liderazgo y
agrupaciones políticas:
Camino a las
legislativas de octubre
Unos párrafos más arriba escribí que las dos
formas de participar en los grupos se dan a través de las relaciones con la
autoridad, y a través de la apropiación colectiva de los actos. También escribí
que, en la medida en que la fuerza tradicional de la autoridad disminuye,
aumenta la motivación para actuar.
Quizás un caso paradigmático para observarlo
es el del FPV. Como partido, es joven.
Llamativamente joven si se consideran los resultados obtenidos en las urnas
durante la última década. Y aquí es donde entra a jugar el relato: esa
narrativa en la que una agrupación se reconoce, por la que interpreta su
historia, y le da sentido a su ser y actuar.
En este relato el hecho fundacional es contextualizado
en el desánimo y el descrédito expresado en el
“que se vayan todos”, y consiste
en la irrupción de un político casi desconocido, por fuera del aparato, que llegaba desde el sur patagónico para
proponer un sueño. Así se relata el nacimiento de un líder fuertemente
carismático, cuya autoridad se fue construyendo especialmente sostenida en la
identificación emocional.
Claro que esta fuerza carismática habría sido
insuficiente sin la progresiva recuperación de los indicadores de la crisis en
que asumió su Presidencia, lo que permitió que además se le reconociera
autoridad técnica. Si así no hubiese sucedido, seguramente habría sido
necesario apelar a alguna forma de autoritarismo para sostenerla formalmente.
De hecho, en este supuesto autoritarismo se centraba la crítica de sus
oponentes políticos, presuntamente evidenciado en ciertas características de su
personalidad. Las mismas que sus seguidores interpretaban como signos de
autoridad personal.
El relato fundacional se vuelve completo,
complejo y rico en matices al incluir la figura de Cristina, su compañera en la
militancia y la vida. Podría no haber sido así: los liderazgos fuertemente
carismáticos no se legan ni se delegan. Sin embargo, Cristina portaba –y porta-
esas mismas características que distinguieron a Néstor. En el contexto del
relato kirchnerista, en la pareja presidencial –pero especialmente en Cristina-
se interpreta como firmeza lo que desde el relato antikirchnerista es
obcecación y capricho; se lee como amor y protección lo que desde la perspectiva
opuesta es simple demagogia; se asume como ternura lo que se desprecia como impostación.
Como en el caso de Néstor, el liderazgo
carismático de Cristina ha sido asociado a su autoridad técnica y personal. Y,
más que con Néstor, las críticas arrecian, fundadas en sospechas más o menos
verosímiles: los relatos –de un lado o del otro- no requieren de datos que los
sostengan. Se sostienen en la propia narración de quienes los asumen por
ciertos.
¿Por qué el kirchnerismo es capaz de generar
adhesiones y odios igualmente apasionados? Creo que la clave está en el hecho
de que, durante su etapa fundacional, este espacio político se fue estructurando
a partir de la construcción colectiva en la que sectores tradicionalmente
silenciados y desprovistos de su poder de acción y decisión sintieron que
podían ser protagonistas de una historia política que los incluía, y no como
destinarios de la acción política de otros. Como protagonistas comprometidos en
la concreción de sus aspiraciones personales y comunes, a través de un proceso
de apropiación colectiva de la acción política, en la que la fuerza tradicional
de la autoridad fue reemplazada por la fuerza amorosa de una pareja de líderes
que los emponderaban. Un relato y una identidad que no a todos encantó: el
emponderamiento de sectores tradicionalmente excluidos de la praxis política
activó mecanismos de control en otros sectores, que se sintieron amenazados.
Para otras identidades y relatos, la
experiencia durante estos 10 años fue absolutamente otra. Durante este período hubo
alianzas electorales que no se sostuvieron a lo largo del tiempo: quienes
fueron juntos para unas elecciones, se reagruparon con otros para las
siguientes, y hasta hubo quienes se presentaron juntos a las PASO para
separarse inmediatamente después. Los que un día se insultaban y acusaban,
acordaron sumar fuerzas; y quienes parecían defender intereses y proponer estrategias
comunes, decidieron hacerlo separados.
En este contexto disruptivo, donde lo
permanente es la fragilidad de los acuerdos y las alianzas, las identidades
políticas se licuan. No es posible un relato común en el que identificarse y
darle sentido a la experiencia, simplemente porque no hay narrativa posible que
los contenga. Y es difícil pensar en la apropiación colectiva de los actos,
como un modo de generar identificación y compromiso activo con la militancia,
porque la única autoridad posible se sostiene con la fuerza de su formalidad. Es
que las alianzas tienen demasiados líderes: y la sobreabundancia, en estos
casos, resta. Cuando los líderes son muchos, es porque ninguno ha sido capaz de
recortarse del resto, con un liderazgo genuinamente reconocido por todos.
Quien parece haberlo entendido –o al menos
estar intuyéndolo, no en vano es guerrera sobreviviente de numerosas batallas-
es Elisa Carrió: ha buscado construir su identidad a partir del recurso de la
denuncia y la queja constantes y sistemáticas, y lo está replicando al interior
de la alianza que la contiene.
Por una parte, esta estrategia la mantiene
visibilizada en forma permanente. Pero por otra, lo esperable es que repita la
experiencia que ha protagonizado en todos los espacios políticos de los que ha
formado parte, haciéndolos estallar.
Un efecto seguramente no buscado (es que la
vuelve una más entre todos), pero que no podemos calificar de imprevisto, es
que al portar con semejante fuerza de impregnación esta marca de identidad, ha
promovido un fenómeno de contagio emocional y de imitación en otros
precandidatos de su mismo espacio político, que hasta hace apenas unas horas criticaban
su actitud. Una vez más, los procesos de imitación grupal se han constituido en
mecanismos de control, por los que el grupo los ha convertido en marco de
referencia valorativo. Falta poco para ver si este nuevo valor se constituirá
en su identidad distintiva, de modo que este espacio asuma para sí el lugar de
la denuncia y la queja, perdiendo su potencia propositiva.
Si la tendencia a la denuncia sistemática y
poco fundada se impone sobre la capacidad de generar propuestas, Carrió habrá
vuelto a impregnar un espacio con características que le son propias y que
tienden a la desintegración grupal.
Sergio Massa, en cambio, decidió jugar
distinto. Constituyó una alianza con Mauricio Macri, quien al parecer -por los dichos de Gabriela Michetti en
varias entrevistas- lo hizo de modo inconsulto con los otros integrantes de
su partido. Con esto, ambos nos regalaron una interesante muestra sobre su modo
de concebir la autoridad: Mauricio parecería haber asumido la propiedad y
autoridad exclusiva y excluyente de su partido político como espacio propio; y Massa
parecería no haber considerado necesario revelar el acuerdo y –ante los reclamos incesantes de Macri por un
lado y De Narváez por otro- sigue mostrándose esquivo a ofrecer aclaraciones.
El espacio político que hoy encabeza Massa no
nació de un hecho fundacional mítico ni místico, ni parece haberse gestado
desde la militancia: fue presentado como una organización prearmada, en un acto
producido con la estética de las entregas de premios, aunque careció de todo dramatismo
teatral. Los candidatos fueron seleccionados por armadores de lista (Juan José
Alvarez y Eduardo Duhalde) en la que no faltaron rostros vinculados a los
medios corporativos, personajes que se siguen definiendo como apolíticos, y representantes
de aquellos intereses que derivaron en la política del “que se vayan todos”.
Si bien intentó capitalizar su pasado de
funcionario kirchnerista, asumiendo aquellos orígenes sin sus posteriores
desvíos, no logró otra cosa que un relato dominado por la asepsia: se presenta
como el candidato para garantizar la preservación de todo lo bueno que
construyó el kirchnerismo, y la derogación de todo lo malo y discutible que
encarna, especialmente sin las confrontaciones que lo caracterizan (pero que
para él lo definen). Pero la asunción parcial de la identidad y el relato
kirchneristas, que en un principio parecían asegurarle parte de su electorado,
ahora parece que no lo hará: quienes se han emponderado a través de una
construcción colectiva no parecen estar dispuestos a migrar mayoritariamente
junto con quien se propone como un nuevo candidato surgido entre ellos, pero que elige ir hoy acompañado de esos otros.
Prolijo en su aspecto, prolijo en su decir,
intenta transpolar esa prolijidad sobre su actuar, y se presenta como un gestor
prolijo. Pero tanta prolijidad no enamora: no tiene nada de mártir ni de héroe,
y aunque se haya presentado él también como viniendo a proponer un sueño no
alcanza para construir un líder.
Tiene algo a su favor: le gusta a los medios.
Y tiene algo en contra: nada en su relato resiste la contrastación con la
realidad.
Es el candidato construido a medida: como los
grupos pop surgidos de los reality. Así que, seguramente, durante un breve
tiempo algo obtendrá.
También están esos otros partidos y
agrupaciones que, de uno u otro signo, han resistido la tentación de que los
cambios coyunturales les atraviesen la identidad. Partidos con una identidad
clara, ya asentada, y con un relato que –a veces- incluso se resiste en sus
expresiones y propuestas a asumir el cambio de aire de los tiempos.
El núcleo duro del Radicalismo que se reconoce
en Leandro Illia y en Terragno, sin haber cambiado de banderas sólo porque
otros ahora también las reivindiquen, resiste las alianzas meramente
electoralistas con que algunos de sus candidatos hieren la historia y la
identidad partidarias.
El nacionalismo reaccionario representado por
Biondini sigue luchando contra los mismos peligros, aunque sean poco más que
molinos de viento, y permanecen ciegos a los cambios de época e incapaces de
mirar más allá de las fronteras de la Patria.
Parte de la izquierda sigue siendo la
izquierda. Y la derecha conservadora del agronegocio y la patria financiera
siempre se reconocerá a sí misma.
Todos estos grupos se reconocen en sus
relatos, a través de los que interpretan el pasado explicando y explicándose
quiénes son, de dónde vienen, y hacia dónde se proyectan. Relatos más o menos
abiertos: relatos que reconocen la legitimidad de la existencia de otros
relatos, con los que incluso conviven y hasta se permiten la negociación de
ciertos sentidos. O relatos que se plantan en una guerra semántica que encubre
el deseo –realizado en la praxis política en caso de acceder al poder- de la
anulación de los otros relatos. Que siempre es la anulación de quienes encarnan
otros relatos: la anulación de los otros.
Al principio decía que el relato es el
esquema primario por medio del cual la experiencia colectiva adquiere
significado. Y que todo grupo, atravesado por una experiencia colectiva,
termina por convertirse en una comunidad moral en la que se desarrollan
sentimientos de pertenencia y responsabilidad grupal, cuya identidad se expresa
a través de ese relato.
Si en mi artículo anterior concluía que lo
que elegimos cuando votamos son las razones que están detrás de los actos, hoy
agrego que podemos reconocerlas en el entramado de sus relatos. O en la
incapacidad para articularlos.
Viviana Taylor